
La historia de la mujer en el mundo laboral no solo se cuenta en cifras de participación o derechos conquistados, sino también en telas, cortes y colores. La ropa ha sido, y sigue siendo, una herramienta de comunicación silenciosa, capaz de reflejar la posición social, las aspiraciones y el contexto cultural de cada época. Hoy hablamos de cómo pasamos del uniforme funcional al “power look” como símbolo de liderazgo.
A comienzos del siglo XX, la presencia femenina en entornos laborales era limitada y, en la mayoría de los casos, ligada a sectores como la enseñanza, la enfermería o la administración. El vestuario respondía a códigos estrictos: faldas largas, blusas cerradas, colores neutros y ausencia total de elementos que pudieran considerarse “frívolos”. La imagen debía transmitir seriedad, discreción y, sobre todo, adecuación a un rol social que aún estaba fuertemente condicionado por estereotipos.
Con la Primera y la Segunda Guerra Mundial, la entrada masiva de mujeres en fábricas y oficinas cambió el panorama. El uniforme laboral se adaptó a la funcionalidad: monos, pantalones de trabajo y tejidos resistentes se convirtieron en parte del día a día. El glamour quedaba reservado para la vida privada; en el trabajo, primaba la practicidad. Sin embargo, este fue el germen de una transformación imparable: la ropa empezó a ser una aliada en la búsqueda de autonomía.
En los años 70 y 80, con la incorporación de un número creciente de mujeres a puestos de responsabilidad, surge el concepto de power dressing. Los trajes de chaqueta con hombreras, las camisas de seda y los colores sólidos pasaron a ser símbolos de autoridad. La inspiración, curiosamente, venía del vestuario masculino, pero reinterpretado para proyectar seguridad sin renunciar por completo a la feminidad. Era la época en que entrar a una reunión con una blazer bien estructurada era casi una declaración de intenciones: “estoy aquí para liderar”.
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Los años 90 y 2000 trajeron un relajamiento en los códigos de vestimenta, pero también un riesgo: la frontera entre lo profesional y lo casual comenzó a difuminarse. La globalización, las nuevas industrias creativas y, más recientemente, el teletrabajo, han impulsado una moda de oficina mucho más flexible. Sin embargo, en esta flexibilidad también se esconde un reto: cómo proyectar profesionalidad sin caer en lo informal o descuidado.
Hoy, en pleno siglo XXI, el “power look” ya no significa imitar patrones masculinos ni encasillarse en un traje sobrio. Significa elegir estratégicamente prendas y colores que comuniquen autoridad, cercanía o creatividad, según el objetivo. Un vestido estructurado en azul marino puede ser tan potente como un traje pantalón, y un top en tonos cálidos combinado con un pantalón de corte impecable puede abrir más puertas de las que imaginamos.
La evolución no ha sido lineal ni libre de contradicciones. Todavía persisten prejuicios y expectativas sobre cómo “debe” vestirse una mujer en un entorno profesional. Pero la gran diferencia con el pasado es que hoy tenemos un margen mucho mayor para definir nuestra propia imagen. Ya no se trata solo de cumplir normas, sino de utilizarlas estratégicamente para destacar.
En Personalitia creemos que la ropa es una herramienta estratégica tan importante como un currículum o una presentación bien preparada. Comprender la historia nos ayuda a entender por qué ciertos códigos siguen vigentes y cómo podemos reinterpretarlos para proyectar exactamente la imagen que queremos. Del uniforme al “power look”, la verdadera evolución ha sido la conquista del derecho a decidir cómo nos presentamos al mundo.